Este relato forma parte de una actividad de “cuentacuentos” realizada en Sheffield (Reino Unido) durante el Festival de la Mente (Festival of the Mind) en septiembre de 2014. El relato original estaba en inglés, pero lo he traducido para que los lectores de MasScience puedan también disfrutar de él. La idea era utilizar las técnicas de contar cuentos para acercar la ciencia al público y hacerles ver el interés y la importancia de la investigación. Espero haberlo conseguido en este caso. Os dejo con la historia:
Érase una vez, en un sitio muy, muy lejano, y hace muchos años, un hombre que era un orgulloso cazador. Proveía a su familia y a la tribu con abundante comida y pieles de animales, lo cual no era una tarea fácil, y el riesgo era alto. Pero eso es lo que hacían los cazadores: alimentar a la tribu.
Solían viajar siguiendo a las manadas a lo largo del terreno, permaneciendo en un lugar sólo mientras duraba la estación templada. Cazar era peligroso, incluso aunque el Gran Cazador, el dios de la tribu, los protegía. El hombre tenía que ser ágil, rápido de reflejos y veloz, ya que, a pesar de su fortaleza, los ciervos, toros y jabalíes eran generalmente más grandes y fuertes. Y era también lo suficientemente astuto como para engañar a las presas y dirigirlos hacia las trampas, a un callejón sin salida donde podían ser capturadas vivas o muertas. Él estaba presente en muchas de las pinturas que representaban las partidas de caza, inmortalizadas en las cavernas donde solían acampar. Estaba seguro de que algún día se convertiría en el líder.

Copia restaurada de un mural de Çatalhöyük (Anatolia), mostrando un ciervo y un jabalí rodeados por cazadores. Fuente: Wikimedia Commons.
Por otro lado, su pareja era la compañera perfecta: era extraordinariamente buena recolectando plantas comestibles. Podía identificar los granos más aptos para ser molidos, las bayas más dulces y los frutos más grandes. Incluso sabía emplear algunas hierbas para aliviar los dolores de estómago. Por supuesto, el hombre sabía que aquello no era tan importante como la caza, pero constituía un buen complemento.
Al amanecer de aquel día, el hombre ofreció algunas plegarias al Gran Cazador y dejó el campamento junto con los demás, para localizar la manada de alces que habían avistado la pasada tarde. No fue difícil encontrar a los animales, y la cacería comenzó con la promesa de un final suculento. La tribu se movería al día siguiente, así que necesitaban la preciada carne. Pero entonces todo sucedió: uno de los grandes machos, repentinamente, se giró para proteger a la manada y cargó contra ellos. Nuestro cazador apenas pudo esquivar el ataque y fue embestido por el aterrorizado animal. Todo se volvió oscuro y silencioso…
Lo primero que volvió a sentir fue el dolor en la pierna, y eso lo aterró. Sabía exactamente lo que significaba: sin correr no había caza. Lo abandonaron con su compañera y sus hijos, y un anciano que no sobreviviría a la siguiente estación. La tribu les dejó algunas herramientas valiosas, comida, pieles y un par de perros, pero eso no sería suficiente para poder pasar la estación fría. Su suerte estaba echada.
Pero su compañera no quería rendirse. Comenzó a cuidar de su pierna, y a recolectar frutas y granos almacenándolos para el invierno. Y un día se acerco a él con una idea, una propuesta que al hombre le sonó completamente absurda y desesperada: “No podemos cazar pero, ¿por qué no protegemos parte del terreno frente a los animales que comen plantas? Podemos evitar que se alimenten de ellas y recoger sus frutos y granos para nosotros cuando la estación templada llegue de nuevo”. El hombre no estaba entusiasmado con la propuesta, porque había aceptado que su final estaba cerca, pero dejó actuar a la mujer. Eso la mantendría a ella y a los niños ocupados, evitando que pensaran acerca del final que les esperaba.
La mujer comenzó a preparar lo necesario para proteger la porción de terreno. Con la ayuda de los niños e incluso del anciano, emplearon algunos arbustos espinosos, ramas y troncos para crear “muros” alrededor de la localización. Con viejas pieles usadas e impregnadas de su olor, construyeron rudimentarios espantapájaros. Emplearon piedras y palos, además de a los dos perros, para asustar y mantener alejados a ciervos, caballos y otros animales grandes. Pero los más problemáticos eran los conejos y otros pequeños roedores, además de las aves. Sin embargo, esos animales no eran demasiado dañinos individualmente, y dieron caza a algunos de ellos para complementar su dieta. El invierno fue duro, muy duro. La comida que habían almacenado apenas duró hasta el principio de la estación templada, pero frente a todo pronóstico, todos sobrevivieron.
El hombre no daba crédito. Su pierna había mejorado, y aunque no podía correr para cazar de nuevo, era capaz de caminar. Pero aún se sentía inútil. Con la llegad del sol, todos los demás estaban ocupados ahuyentando animales de la zona protegida o recolectando frutas y granos. Pero el no podría cazar nunca más para contribuir a la alimentación del grupo: era una carga para ellos.
Fue entonces cuando la mujer se le acercó otra vez y le enseñó un nuevo descubrimiento: algunos granos habían quedado olvidados en el exterior durante el invierno, y ahora, después de las lluvias y con el sol, se habían transformado y pequeñas plantas habían aparecido. Tenía otra idea: quizá podrían utilizar parte del grano para conseguir más plantas, colocándolas en un sitio más conveniente para protegerlas de los herbívoros. Esta vez, el hombre estuvo de acuerdo con su compañera. Había mucho trabajo que hacer para conseguir eso, pero la estación cálida acababa de comenzar y tenían bastante tiempo por delante. Y el podía contribuir y ayudar con esas tareas. Se dio cuenta de que quizá el Gran Cazador tenía también una compañera, una diosa que era lo suficientemente ingeniosa como para cuidar y obtener beneficio de las plantas en vez de los animales. Y quizá gracias a esa diosa que guio a su mujer pudieron sobrevivir y todavía tenían una oportunidad…

Evolución del trigo duro (derecha) a partir de ancestros silvestres (izquierda). Fuente: Encyclopaedia Britannica Kids.
Nadie sabe qué le ocurrió a esa familia, si pudieron sobrevivir por largo tiempo o no. Pero sucesos similares tuvieron lugar a lo largo del mundo, conduciendo hacia el desarrollo de la agricultura. Y tan pronto como los humanos comenzaron a sembrar semillas y recolectar sus frutos, de manera inconsciente empezaron a dar forma a las plantas, mejorándolas para producir frutos más dulces, semillas más grandes y muchas otras características que constituyen la base de los cultivos modernos. Un trabajo que aún continúa hoy día: mejoradores e investigadores de plantas intentan aumentar las características favorables de los cultivos existentes, e incluso crear algunos nuevos, adaptándolos a las demandas y necesidades de agricultores y consumidores, tratando de resolver los problemas que aún continúan surgiendo. Lo cual no es una tarea fácil, ya que modificar aunque sea la característica más simple de una planta puede requerir años de trabajo, incluso aunque se recurra a la ayuda de nuevas tecnologías como la ingeniería genética. Pero es gracias a la agricultura que nuestra civilización es posible, y esta última no podría existir sin la primera.