Un nuevo día comenzaba en la ciudad de Londres en 1928, concretamente en el hospital de St. Mary, cuando el médico escocés Alexander Fleming observó que un hongo había contaminado uno de sus cultivos bacterianos produciendo un patrón muy particular. Fleming decidió investigar este suceso, convirtiéndolo en el experimento fallido más rentable de la historia, ya que le llevaría a descubrir y sintetizar el primer antibiótico, la penicilina.

Años después, en 1939, Alemania, en aquel momento gobernada por Hitler y guiada por sus pretensiones expansionistas, decidía invadir Polonia. Este hecho es por todos conocidos como el inicio de la Segunda Guerra Mundial en Europa, o al menos, así lo aprendí yo.

En este contexto bélico aparecen en la escena tres nuevos científicos, que habían continuado con el trabajo de Fleming desde Inglaterra. Fueron Florey, Chain y Heatley los que se enfrentaron al problema de conseguir producir a gran escala aquella penicilina descubierta años atrás, para poder ser utilizada durante la guerra. Y afortunadamente, lo consiguieron. A partir de 1942 la penicilina se utilizó de forma masiva, ayudando a salvar un gran número de vidas. Esto hizo que incluso después de la guerra, este medicamento se instaurara como una herramienta vital en el tratamiento de múltiples infecciones.

Estos hechos fueron los que dieron comienzo a lo que conocemos como la “era antibiótica”, registrándose un incremento creciente y despreocupado en el consumo de estos medicamentos. Sin embargo, a día de hoy el panorama es muy diferente. Desde hace varios años es cada vez más frecuente encontrar carteles en farmacias y hospitales apelando al uso responsable de los antibióticos. Tal es la gravedad del asunto, que algunas organizaciones pronostican que en unos años las bacterias resistentes a antibióticos serán la primera causa de muerte en el mundo.

La idea principal podría resumirse diciendo que debemos hacer un mejor uso de los antibióticos, porque de lo contrario, las bacterias que queremos eliminar se hacen resistentes a los mismos. De esta forma, la próxima vez que esa misma bacteria nos infecte, el antibiótico no surtirá ningún efecto. Las consecuencias parecen evidentes, si no comenzamos a usar de forma racional estos antibióticos, para cuando queramos darnos cuenta, la mayoría de bacterias que nos infecten serán resistentes a su acción, perdiendo los antibióticos totalmente su eficacia.

La población parece ir, en general, poco a poco tomando conciencia de este asunto, y ya no solo por estos carteles, sino por múltiples advertencias de voces autorizadas e incluso algún anuncio televisivo. No obstante, no deja de ser un tema del que, aunque se encuentre en el ideario colectivo de la mayoría, no se conocen en profundidad algunos aspectos, como por ejemplo, ¿cómo hemos llegado a esta situación? La respuesta está en el uso irresponsable de los antibióticos. Su utilización masiva en los hospitales y su excesiva distribución en las farmacias han sido las principales causas de la generación de bacterias resistentes en toda la población, un problema difícil de revertir. Pero no son las únicas, un elemento que contribuyó también de forma importante a agravar este problema fue su uso en el ganado.

Tras la guerra y el éxito de los antibióticos, los ganaderos se preguntaban si habría suficiente producción para poder usarlos también en los animales. Existía un gran interés ya que al mantener al ganado en estrecho contacto entre sí, la aparición de una infección suponía un gran índice de contagio y el sacrificio o la muerte de gran parte del mismo, lo que se traducía en importantes pérdidas económicas.

Previamente a su uso, se realizaron diferentes estudios en animales. En uno que se llevó a cabo en pollos en la década de los años 40 del pasado siglo, se observó que al suministrar pequeñas cantidades de antibióticos junto con el pienso, se producía en éstos un ligero aumento de peso. Como era de esperar, este suceso despertó el interés de las grandes industrias cárnicas y poco tiempo después ya se había demostrado que el efecto observado en pollos se producía del mismo modo en pavos, cerdos o vacas. La noticia era perfecta y ofrecía un beneficio dual, ya que alimentar a los animales con antibióticos permitía tratar e incluso prevenir posibles infecciones, al tiempo que se obtenía una mayor producción de carne para su venta.

Ahora bien, ¿tan significativo era ese crecimiento extra que conseguían estos animales consumiendo antibióticos? Realmente no, simplemente engordaban un poco más, prácticamente inapreciable a simple vista en un pollo, si bien, cuando hablamos de granjas con miles y miles de pollos, o de cerdos, los beneficios eran cuantiosos. Se llegaban a obtener toneladas extra de carne gracias al uso de estos antibióticos. Y eso también significaba “toneladas” extra de dinero. Todo esto usando antibióticos que no tenían efectos secundarios significativos ni suponían un sobrecoste excesivo.

Pero entonces, ¿dónde estaba el problema? La respuesta radica en el uso que se hizo de los antibióticos. Como ya hemos dicho, su utilización masiva favorece que aparezcan bacterias resistentes a los mismos. Y como no podía ser de otro modo, estas bacterias resistentes no se hicieron esperar. Aparecieron en el intestino de estos animales, y desde este hábitat, las bacterias se fueron seleccionando y aumentando en número, al tiempo que salían al medio exterior con los excrementos de estos animales. Si tenemos en cuenta la cantidad de excrementos que puede producir una granja, ya sea de pollos, cerdos o vacas, no es difícil entender que una gran cantidad de bacterias resistentes pasaran al medio ambiente, yendo a parar finalmente a ríos, lagos o campos. Desde estos nuevos hábitats podían entrar en contacto con nuestro organismo. De este modo, aunque una persona hiciera un consumo más que seguro de antibióticos, se podía detectar en su intestino algunas cepas de bacterias resistentes que podrían causarle complicaciones. Así sucedió en países como Alemania y Dinamarca, que fueron de los primeros en prohibir en los años 90 el uso de antibióticos como sustancias promotoras del crecimiento animal. El resto de países europeos se fueron sumando a estas medidas y tras 15 años, prácticamente todos, incluido España, ya las habían adoptado.

No obstante, las consecuencias son 50 años de gran producción de bacterias resistentes liberadas al ambiente. Como hemos dicho, esto no hizo más que agravar un problema que ya había surgido en primer lugar, por el uso excesivo que se hizo de los antibióticos en el ámbito médico y farmacéutico. Una resistencia por parte de las bacterias que, a pesar de algunas voces de advertencia, “pilló” por sorpresa a prácticamente toda la comunidad científica del siglo XX.

Bibliografía:

Journal of Diary Science, C.A. Lassiter, 1955. “Antibiotics as Growth Stimulants for Dairy Cattle: A Review” https://www.journalofdairyscience.org/article/S0022-0302(55)95086-4/pdf

Libros en el Bolsillo, José Ramón Vivas, 2019. “Super-bacterias”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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