Hará unos 150 años, a menos de dos kilómetros de donde se sitúa la Casa Blanca y el Capitolio, se reunía con frecuencia un grupillo de jóvenes naturalistas con vocación científica, dedicados a la clasificación y recolección de especímenes. Para entendernos, estos serían nuestros adorables nerds del Siglo XIX. Desarrollaban su trabajo en el actualmente archi-conocido Smithsonian Institution (Washington D.C.) y se autodenominaron como The Megatherium Club. El reciente descubrimiento del megaterio, un perezoso del tamaño de un mamut que había generado gran revuelo entre la comunidad científica, había reafirmado su conciencia de que no todo había sido descubierto. Lo desconocido seguía –por suerte− existiendo en cualquier parte. De hecho, el Megaterio sigue siendo un fenómeno paleontológico lleno de enigmas. Aunque posa sobre cuatro patas en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid y parecería asemejarse a un dinosaurio de 8000 años de antigüedad, el Megatherium -del griego: enorme (mega) bestia (therium)- era en realidad un mamífero que podía posarse sobre dos patas. El primer fósil de este animal fue descubierto, en 1788, por Fray Manuel Torres, en Argentina.
Estos cuatro apasionados por la ciencia formaron una fraternidad interesada en las expediciones y la exploración de las regiones lejanas. El grupo se dedicó a la investigación científica a lo largo de casi diez años, con el firme propósito de analizar y [re]clasificar el mundo, mediante la exploración, los viajes y el estudio, pero también a través de las charlas nocturnas y el alboroto. Se rumorea que, además de su entusiasmo por la ciencia, compartían cierto punto de locura que acontece a todo genio. El club también se hizo famoso por las duras competiciones de carreras de sacos que se organizaban a lo largo del edificio y las veladas nocturnas acompañadas de alcohol:
«Mucho se ha escrito acerca de los excesos en la bebida y el jolgorio que frecuentaba las reuniones informales del club» −explica Jerry Cates, director de la Megatherium Society del siglo XXI–“y esas historias son probablemente ciertas, pera aquella conducta escandalosa de los primeros miembros del club era simplemente un efecto secundario de su verdadero propósito: revigorizar el espíritu científicos a través de la socialización»
A pesar de todo, no se pueden desmerecer sus logros. Este excéntrico grupo, del que formaron parte hombres –al parecer, fue únicamente masculino como tantas otras cosas de la época− como el zoólogo William Stimpson (1832-1872), el naturalista Robert Kennicott (1835-1866), el ornitólogo Henry Bryant (1820-1867) y el artista Henry Ulke (1821-1910), se dedicó con pasión a la investigación y sus éxitos figuran entre la nomenclatura de numerosas especies y accidentes geográficos. En el “Club del Megaterio” no se consentía que ciencia y aburrimiento fuesen a la par −la sobriedad tampoco era un requisito−. Lo poco que sabemos de estos hombres le habla a nuestro propio fracaso como investigadores en Historia de la Ciencia –de la divertida, de la desobediente−, mientras que nos dedicamos a reeditar, una y otra vez, cientos de volúmenes de los ya célebres y consagrados.
¿Quieres saber más?
Puedes ver su registro en el Smithsonian, el cómic realizado por Owen Pomery o visitar la Megatherium Society.
Si quieres saber más sobre el Megaterio, puedes visitarlo en nuestro querido MNCN de Madrid, o leer el libro El Rinoceronte y el Megaterio.
¡Suerte en la búsqueda! Y no dejes de divertirte investigando. Honrarás, así, al desaparecido Club del Megaterio.
Este texto es una versión del publicado anteriormente en www.cienciaconarte.com