Ilustrado por Alen Holgado
«Dulce» es una de las muchas etiquetas positivas que el cerebro adjudica para invitarnos a que repitamos de ese alimento, a que volvamos a buscar ese placer. A un buen filete también le da una etiqueta apetitosa, aunque no sea dulce. El humo de los filetes en la sartén posee un olor que nos parece atractivo; sin embargo, el plástico, al quemarse, libera un humo muy poco apetecible. Porque los
cerebros que en el pasado han puesto etiquetas favorables a alimentos sanos han conseguido que sus dueños estén bien alimentados. Pero el cerebro no comprueba la calidad de los productos, ni sabe detectar si un alimento tiene ATP. Simplemente viene fabricado de serie para opinar si le gusta o no.
En algún momento del pasado pudo haber individuos con cerebros que le decían a su dueño que el carbón sabía dulce, invitando a repetir de ese alimento. Pero estos curiosos individuos estarían peor alimentados que los portadores de cerebros que opinaban que el melocotón sabe dulce. En este panorama no es difícil intuir que tendrían más hijos los comedores de melocotones que los de carbón. Además, como ocurre que los hijos se parecen en su fisiología a los padres porque se fabrican a partir de ellos, generación tras generación los comedores de melocotones se volverían mayoría. Así, cada vez habría más individuos en los que la opinión del cerebro, que es el que manda, estaría en consonancia con la opinión de su fisiología, hasta llegar a la desaparición total de los malnutridos.
Si hoy en día no vemos a nadie que coma carbón es porque todos somos descendientes de gente con un cerebro al que le gustaban otras cosas más sanas y que por ello vieron aumentadas las probabilidades de reproducirse. Si hubo (o vuelve a haber) alguna vez humanos cuyo cerebro y sentido del gusto los condujeran a preferir la carne en mal estado al pan o a los melocotones, les fue demasiado mal y se extinguieron (y si reaparecen, se volverán a extinguir).
Profesora Araceli Giménez