Si cuando éramos pequeños intuíamos que alguien, desconocido para nosotros, simplemente, caminaba en nuestra misma dirección, comenzábamos a sentir pánico por todas esas historias que nuestros padres nos contaban para infligirnos un miedo visceral a lo desconocido de tal manera que ante el más leve indicio de peligro pusiéramos pies en polvorosa. Ahora, cuando se juntan un montón de desconocidos que conocen hasta nuestros más íntimos secretos… lo llamamos redes sociales.
Los que ya tenemos algunos años a la espalda nos subimos a las autopistas de la información digital bien entrados los años 90, a lomos de algún ordenador, ahora prehistórico, llamado Pentium no sé qué, que tenía una velocidad de búsqueda tan escasa como nuestra paciencia pero, claro, tampoco había tanto que buscar. Somos los inmigrantes digitales frente a los ahora llamados nativos digitales. Los pertenecientes a esta nueva raza han nacido con una pantalla digital entre sus manos y los más jóvenes han tomado sus papillas visionando vídeos en YouTube, han aprendido a leer con ayuda de las apps que sus progenitores volcaban en su Tablet y se despiertan cada mañana con el widget de reloj que tienen en su Smartphone. Es difícil para ellos despertar un sentimiento de recelo hacia una tecnología que les ha facilitado tanto, que les ha permitido tirarse una tarde en el salón de casa whatsappeando con sus amigos en lugar de tener que realizar el esfuerzo de cruzar la calle y jugar con ellos en persona, que les evita tener que buscar información en polvorientos diccionarios de una biblioteca gracias a la Wikipedia (una herramienta y un arma de doble filo si se le presupone certeza absoluta). Una tecnología que les permite ahorrar tiempo a la hora de realizar un trabajo académico de investigación porque, total, ya lo ha buscado otro y lo ha subido, una tecnología que apisona el librepensamiento porque ya está todo pensado… por otros, una tecnología que posee tanta información que acaba desinformando, que nos dice qué conviene pensar, qué es correcto decir, cómo debemos orientar nuestros intereses (salvo que queramos ser unos ácratas digitales). Una tecnología que hace difícil percibir qué está bien y qué mal, a la que rendimos pleitesía y ofrecemos nuestros pensamientos, nuestros intereses, nuestros miedos, anhelos, gustos, apetencias musicales, culinarias, sexuales, deportivas, ideológicas, políticas…
Cada vez que tomamos nuestro Smartphone estamos ofreciendo una información valiosa a nuestros proveedores de servicios:
– nuestra posición, al habilitar las funciones de geolocalización
– nuestro horario de conexión ya que es fácilmente monitorizable cuándo comenzamos y dejamos de usar nuestros sitios sociales
– nuestro itinerario habitual al hacer uso de aplicaciones que registran las coordenadas GPS por las que pasamos y que, incluso, les solicitamos información de rutas y viaje
– las franjas de tiempo libre donde cambiamos drásticamente el perfil de uso del terminal
– nuestro marco laboral que puede acotarse en función de nuestro perfil y el de nuestros contactos
– información de nuestros hábitos pues descargamos aplicaciones para ir al gimnasio, controlar la actividad de nuestro equipo de fútbol, seguir a nuestra banda de música favorita, comprar online entradas de eventos, ropa, música, tecnología…
– nuestras apetencias y necesidades cuando buscamos en páginas gourmet, de adultos, de academias, de automóviles, de viajes… y realizamos filtros donde afinamos con toda exactitud qué queremos en cada momento.
– nuestros gustos y afinidades, pues retuiteamos los tuits que nos son próximos, clicamos al “me gusta” si nos agrada lo posteado, convertimos en viral lo que recibimos en el Whatsapp, solicitamos amistad o entrar en círculos de aquéllos que nos pueden aportar algo o que conocemos o que nos interesa que nos conozcan…
– datos de detalle como lo que tenemos en la nevera porque habremos descargado una de las miles de aplicaciones que nos recuerdan qué tenemos, cuándo caduca y cuándo tenemos tiempo libre para ir a la compra (o para encargarla online)
– dónde compramos porque usamos nuestro lector de código QR en los artículos del mercado y, claro, el programa lleva aparejado, para poder usarlo, la obligación de mantener activada la geolocalización porque, si no, cómo iba a ser capaz de ofrecernos una comparativa de los precios más ventajosos de nuestra zona
Y lo que no se hace en segundo plano a través de herramientas de monitorización, lo hacemos nosotros solitos dado que tenemos una dependencia de la red, una necesidad imperiosa de contar al mundo quiénes somos y qué hacemos. Nos gusta la sensación de aprobación que un puñado de desconocidos que jamás conoceremos en persona nos ofrece con sus “me gusta” en Facebook. Nos resulta ofensivo y sufrimos con una respuesta airada de alguien de algún confín del mundo sobre un tuit nuestro donde hablábamos de algún tema insustancial.
Subimos imágenes de toda naturaleza a nuestros distintos perfiles como si de un álbum familiar se tratara para verlo entre amigos y no es hasta que pasa el tiempo y una de aquéllas imágenes celebrando un aprobado de carrera embriagados de amistad y ginebra cae en manos del agente de recursos humanos de quien depende nuestro futuro laboral que nos damos cuenta del error cometido.
¿Es posible ser alguien anónimo en Internet? No para alguien de a pie, no para alguien que quiera tener una vida fuera de un estado conspiranoico que le obligue a librarse de miles de ojos a cada instante.
Y entonces… ¿qué podemos hacer? La tecnología es un bien útil al que no podemos ni debemos renunciar, que nos facilita la vida en muchas ocasiones pero, ello, dista mucho de brindar a cualquiera, de cualquier forma, la desnudez de nuestra intimidad. Hemos de cuidar y solicitar encarecidamente a los más jóvenes que cuiden su privacidad tanto como sea posible (y reforzarlo con nuestro ejemplo). Tener información sobre las peculiaridades de las apps, widgets y programas que usamos (una aplicación de linterna para el móvil no necesita saber nuestra posición ni conocer a los contactos de nuestra agenda) debe ser una condición previa, así como saber configurar nuestros navegadores y conocer el leitmotiv de las barras de navegación que se autoinstalan al descargar según qué archivos como parte vinculante. Tener criterio a la hora de escribir en redes sociales públicas, no compartir imágenes que no mostrarías a tu vecino y que, seguro, no presentarías en una entrevista laboral o a tus compañeros de estudios o a tus empleados el día de mañana, son meras precauciones que no nos restarán libertad ni nos harán prescindir de las bondades de esta nueva era. Se trata, en suma, de tener conocimiento para adquirir conocimiento.
Como reza una célebre frase atribuida a Shakespeare “no hay nada totalmente bueno o totalmente mal, es el uso y el pensamiento, lo que torna la balanza”
Autor: Francisco Javier Luque. @fdetsocial
Co-fundador del blog divulgativo de FdeT